De nada sirven los análisis ante el escándalo gigante que fue la serie de octavos de final entre Boca y Atlético Mineiro, que cayó eliminado al empatar sin goles en Brasil y caer posteriormente en la definición desde el punto de penal.
A Boca le metieron la mano en el bolsillo y le llevaron hasta el pantalón, porque lo que sucedió en La Bombonera se volvió a repetir en el estadio del Galo.
El Xeneize fue superior, propuso más y conto con un Agustín Rossi impecable, que respondió siempre que fue exigido. Ni cambiar por un árbitro de mayor renombre como lo era el uruguayo sirvió para tapar la orden que llegó de arriba y se aplicó en Buenos Aires y en Brasil: Boca no podía convertir.
Marcelo Weigandt aprovechó un grave error del arquero rival y definió licitamente para abrir el marcador, pero sorpresiva -no, la verdad que no fue sorpresivo teniendo en cuenta lo que pasó en La Boca-, fue a revisar una jugada que no tenía polémica alguna, pero que de igual manera se encargó de usar la peor herramienta implementada en este deporte para hacer realidad el mayor robo que se haya visto en la competición en el último tiempo.
No hay ningún antecedente que pueda equiparar el pésimo uso del VAR, que busco inventar lo que no existe para privar al equipo de Miguel Ángel Russo de ponerse en ventaja.
En los penales, jugar con la cabeza en otra parte siempre es difícil, Sebastián Villa pateó desganado, Esteban Rolón también y ambos le dejaron servida la gloria al arquero rival, que también observó como Carlos Izquierdoz colgaba en una tribuna su remate.
Boca fue robado, ultrajado en Buenos Aires y en Brasil, lo de los árbitros roza la delincuencia, que demuestra que no llevan antifaces ni armas de fuego siempre, también visten de rosa y usan silbato para ejercer la profesión.