11 de mayo del 2014. Boca recibía en la Bombonera a Lanús por la 18ava fecha del campeonato. Salieron once figuras desde la manga; de repente, Boca se resumió en un pálpito, en el temblor del Riachuelo, en el sismo en Buenos Aires. Un hombre guiaba la fila que se encaminaba al centro de la cancha para devolverle el saludo a los hinchas; un hombre que, probablemente, estaba jugando su último partido en la Bombonera. Abrigados con una campera azul, los jugadores de Boca saludaron a los del Grana y ambos equipos se alinearon en una larga hilera, mirando al frente. Sonó el himno nacional. «Oid mortales, el grito sagrado…», corearon los hinchas, respetuosos. «Libertad, libertad, libertad».
En determinado momento del canto, varios empezaron a bramar un himno diferente. No estaba compuesto por una letra profunda, ni términos que expresaban historia con metáforas evidentes; era solo un nombre, un apellido, el apellido del hombre aquel que, quizá, estaba jugando su último partido en el patio de su casa. En el patio de nuestra casa. Todas las miradas estaban puestas en él, como siempre, él que, sin querer hacerlo, llama nuestra atención en cada momento, con una sutileza con su amiga la pelota o sin ella, guiando una orquesta que, a veces, se torna un carnaval incoherente y es entonces cuando su función es poner orden.
Llegó un momento en el cual la cámara de Fútbol Para Todos enfocó al señor, y éste, como percibiendo su presencia, dirigió su mirada hacia ella; el hombre contempló los ojos que miraban del otro lado de la pantalla. Fue importante ese momento, al menos para mí. Fue en esa fracción de segundo en el que sentí con mayor intensidad esta suerte de conexión, de cosa compartida que nos vuelve similares a él y a mí: la devoción a esos dos colores, a esa camiseta. Me sentí como si nos observáramos mutuamente, comprendiendo todo, asintiendo resignados.
Ese señor no solo fue un ejemplo dentro de la cancha con su fútbol, sino que lo fue, también, fuera de ella. Ejemplo de vida, un modelo a seguir que todos deberíamos establecer. Al tipo aquel de campera azul, que nos hizo ver las cosas de diferente manera, que nos enseñó lo que los demás preferían que permaneciese en las sombras, quisieron derrotarlo, vencerlo; no pudieron, ciertamente. No pudieron porque tenía el respaldo de una nación.
Millones de personas replegadas a lo largo del suelo argentino, enfrascados en la televisión, contemplándolo, con furia, con impotencia, sabiendo la operación que había en contra suya a sus espaldas. Fue por eso que el «Riqueeeelme, Riqueeeelme» terminó ahogando el himno que compuso Blas Parera, era más importante que lo que páginas de libros escritas por personas de grises mentes decían. Éramos testigos de nuestro Dios, allí, de pie, con millones de flechas clavadas en su espalda, pero erguido igual. Nosotros fuimos su sostén. Pero un día dijo chau, no aguantó más, se fue y aprendió a ver a Boca por la tele, como un hincha más, junto a amigos, con un asado sobre la mesa. Y hay ilusiones que persisten, claro; los sueños son los últimos en morir. La forma en que ese señor se fue de su casa no fue la correcta, y es por eso que seguimos aguardando su retorno. Hasta entonces, solo nos queda recordar todos los días que vivimos juntos, hasta alcanzar esa fecha, esa fecha de la que hoy se conmemora un año, aquel día en el que Juan Román Riquelme le ganó al himno argentino.